Las campanas sonaban alegres en una atm sfera tibia y ligera; las golondrinas pasaban r pidas, en bandadas, arrojando sus agudos chillidos; el sol de junio derramaba sus rayos dorados trav s de las ramas, y lo largo del paseo de tilos que conduce desde la plaza de la iglesia hasta la quinta de la se orita Guichard, la boda caminaba lentamente sobre el c sped. En el momento en que la comitiva, con los novios la cabeza, desembocaba ante la verja completamente abierta, todos los curiosos de la aldea, agrupados cerca del pabell n del jardinero, prorrumpieron en tan descompasados gritos, y los petardos, prendidos por el cochero, estallaron con tal estr pito, que todos los p jaros que anidaban en el ramaje volaron espantados. El novio sac del bolsillo todo el dinero que hab a preparado para las circunstancias y arroj en c rculo una lluvia de monedas de cincuenta c ntimos sobre aquella horda de desgre ados, que se arroj por el polvo con tal furor, que en un momento no se vi m s que una mezcla confusa de calzones, brazos y piernas enredados. Despu s se deshizo el mont n y con algunos pedazos de vestido de menos y algunos bultos en los ojos de m s, todos los alborotadores se marcharon corriendo hacia la tienda de comestibles. La boda penetr en el jard n, sigui solemnemente la orilla de la pradera, subi la escalinata y entr en el sal n completamente adornado con ramos blancos. Las se oras rodearon la novia, oculta bajo un largo velo y la felicitaron con ardor. La se orita Guichard, apoyada en la chimenea, con el empaque de una reina, recib a los cumplimientos de la parte masculina de la reuni n.
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