No bien hubo devuelto la paz de Cateau-Cambr sis a Francia, en 1559, la tranquilidad de que la privaba desde hac a casi treinta a os una multitud inn mera de enemigos, cuando disensiones intestinas, m s peligrosas que la guerra, vinieron a acabar de perturbar su seno. La diversidad de cultos que en ella reinaba, los celos, la ambici n de la excesiva cantidad de h roes que en ella florec a, la escasa energ a del gobierno, la muerte de Enrique II, la debilidad de Francisco II, todas estas causas permit an, en fin, presumir que si los enemigos dejaban respirar a Francia, pronto alumbrar a ella misma un incendio interior tan fatal como las perturbaciones que acababan de desgarrarla en el exterior. Felipe II, rey de Espa a, ten a deseos de paz; sin preocuparse por tratar con los Guise, se prest a acuerdos relativos al rescate del condestable de Montmorency, a quien hab a hecho prisionero en la jornada de San Quint n, a fin de que este primer oficial de la corona pudiera trabajar con Enrique II en una paz deseada por todas las potencias.
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