Hace ya siglos que en una gran ciudad, capital de un reino, cuyo nombre no importa saber, viv a una pobre y honrada viuda que ten a una hija de quince abriles, hermosa como un Sol y c ndida como una paloma.
La excelente madre se miraba en ella como en un espejo, y en su inocencia y beldad juzgaba poseer una joya riqu sima que no hubiera trocado por todos los tesoros del mundo.
Muchos caballeros, j venes y libertinos, viendo a estas dos mujeres tan menesterosas, que apenas ganaban hilando para alimentarse, tuvieron la audacia de hacer interesadas e indignas proposiciones a la madre sobre su hermosa ni a; pero sta las rechaz siempre con aquella reposada entereza que convence y retrae mil veces m s que una exagerada y vehemente indignaci n. Lo que es a la muchacha nadie se atrev a a decir los que suelen llamarse con raz n atrevidos pensamientos. Su candor y su inocencia angelical ten an a raya a los m s insolentes y desalmados. La buena viuda adem s estaba siempre hecha un Argos, velando sobre ella.
Juan Valera