Era una noche de luna. En Vegaplana, lugar situado a un kil metro de distancia, iba a celebrarse el anunciado baile. En muchos hogares en donde generalmente dorm ase desde las primeras horas de la noche brillaban luces: lamparillas humosas de paja o velitas de sebo que chisporroteaban pegadas en ngulo agudo a los tabiques. La gran plebe p lida sacud a el sue o disponi ndose al placer: un placer doliente, de enfermo que r e; una sonrisa con apariencias de mueca dibujada en la faz de un yacente. Las muchachas engalan banse con vestidos de regencia o de lino amarillo o rojo, y cintas de colores vivos; muchas prend anse flores en el peinado, a lo largo de las trenzas de cabellos lacios y negros: otras retorc anse el pelo formando un rodete que sosten an con horquillas en el v rtice de la cabeza. En ellos, la indumentaria era m s sencilla: camisa blanca, pantal n de dril ordinario y chaqueta blanca tambi n, que se manten a r gida por la dureza del almid n desecado. Esto y un sombrero de paja de alas anchas sin horma ni forro formaban el atav o. Luego, en la mano, el machete: el arma cl sica de mango ennegrecido por el uso y punta curva; el objeto nunca olvidado, a un tiempo instrumento de trabajo, punto de apoyo, vengador agresivo y defensor de los peligros. Como gala extraordinaria, se calzaban; los mozos apenas si pod an encontrar calzado bastante ancho para sus pies, encallecidos por las asperezas del suelo y agrandados por el constante ejercicio; las j venes, casi todas de pie diminuto, sent anse, sin embargo, molestar por la presi n desusada de aquellos tiranos de cuero amarillo. Muchos llevaban debajo del brazo los zapatos para pon rselos a la entrada del baile, porque as la caminata ser a m s c moda y el deterioro del calzado menos sensible.
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